Perderme en la Ciudad de las Artes y las Ciencias

Había una vez una ciudad tan blanca, tan luminosa, tan llamativa,
que decidí perderme en ella.

     Dentro de esta ciudad, había muchos rincones donde perderse, cada cual más sorprendente. ¿Por dónde empezar? Si los últimos serán los primeros, comencé por conocer el Ágora.

Ágora interior. Foto @cac.

     Fue muy fácil perderse por sus 4.800 metros cuadrados, pues como si en el interior de una ballena de 70 metros me encontrara, me pude evadir en su inmensidad.  Y así, de pronto, me descubrí patinando. El suelo se había convertido en una pista de patinaje sobre hielo y yo patinaba. Giraba, y volvía a girar, y me deslizaba. Y de pronto, mucha moda. Una pasarela de moda y yo, cual espectadora, veía montones de modelos desfilar con los mejores diseños de los mejores diseñadores, y me dejaba enamorar por cada una de las prendas. Pero de pronto, sin moverme de mi asiento, una pelota, una raqueta y gritos de esfuerzo por juntar ambas en apenas milésimas de segundo. Competiciones deportivas porque en el Ágora cabía hasta una pista de tenis y más, mucho más. Había espacio hasta para albergar todo un universo de arte. Cuadros y más cuadros colgaban de sus enormes paredes y me perdí, ya no sólo en el edificio, me perdía en las pinturas, en sus colores, sus suaves pinceladas…

     Como si de la plaza de un gran pueblo se tratara, donde la gente viene y va, donde igual llueve que hace sol, donde igual huele a comida que al humo de una chimenea prendida. El Ágora era un lugar donde poder hacer realidad mis más grandes sueños. Allí, sueño tras sueño, me dejé llevar. Y me perdí también en su exterior, rodeado de paseos y estanques donde ver reflejado su color añil. Donde sus 70 metros de altura no parecían tan lejanos.

Ágora exterior. Foto @cac.

     Y del añil de su envoltura, salté al verde interior de otro rincón. El Umbracle, donde perderme entre hojas y arena, entre el aroma a flores y a tierra, entre tanta naturaleza, fue todo un placer. Como si en el interior de algún animal gigante me encontrase, me perdía paseando entre su mediterránea vegetación.

Umbracle panorámica interior. Foto @cac.

     Conviví con naturaleza y arte. Como si yo misma fuera parte de aquel escenario, me dejé rodear entre las numerosas especies vegetales, paseando por sus 320 metros de longitud, pasando por cada uno de sus 109 arcos. Con la biomimética, aprendí a copiar a la naturaleza y, cual madreselva, me enrosqué en sus arcos y dejé volar mi mente.

Umbracle interior. Foto @cac.
Paseo del Arte. Galaxia Hung. Foto @cac.

     Y paseando, llegué a un rincón repleto de colores. Un lugar donde las formas eran el principal atractivo, donde la escultura resalta en los fondos blancos y marinos de esta inmensa ciudad. Esculturas que van cambiando en este Paseo del Arte.

Paseo del Arte. Galaxia Hung. Foto @cac.

Y entre esculturas, salté al infinito…

     Llegué al cielo y a las estrellas desde un Jardín de Astronomía. Pude observar la inmensidad del universo y aprendí a medir el cielo, las horas, a comprender el baile entre el Sol, la Luna y las estrellas. Y me permitieron, por unos momentos, bailar con ellos.

     Fue entonces cuando oí la música desde lo lejos, y mi mente volvió a la Tierra. La melodía de un clarinete, las teclas de un piano, manos que acariciaban un arpa, labios que besaban una flauta, el choque de unos platillos… En medio de 87.000 metros de jardín y más de 10.000 metros cuadrados de láminas de agua, el arte me llamaba a su hogar para invitarme a perderme de nuevo. El Palau de les Arts, donde cada una de sus cuatro salas me empequeñecía, hizo que me desvaneciera entre voces y melodías.

Palau de les Arts. Foto @cac.

     Miles de personas en su interior se perdían al unísono, pues cientos de artistas aprendían aquí a transportarnos a sus sueños. Pero la reina de este palacio era, sin lugar a dudas, el arte. Ópera, música y teatro me invitaban a visitar otros mundos, otros universos que antaño plumas escribieron y que este Palacio entre sus cáscaras protegía. Un lugar donde la música podía expresarse y llenar todo el espacio. Un hogar donde poder bucear entre pentagramas y escalas.

     Tanto perderme, decidí encontrarme por un rato y cargar las pilas en La Terraza Bar, observando esta hermosa ciudad blanca y apuntando los lugares que me quedaban por recorrer.

     Con energías renovadas, continué buceando hasta llegar al origen de la vida: el agua. Me sumergí en un viaje submarino en el Oceanogràfic y 20.000 leguas parecían pequeñas allí. Océanos concentrados en 110.000 metros cuadrados a los cuales pude acceder a través de un nenúfar de hormigón blanco, y en cuyo interior vivían medusas, rayas, tortugas y tiburones martillo. Y me adentré, en primer lugar, en el cercano Mediterráneo.

     Contemplé estrellas de mar pegadas a un cristal, un espacio donde lenguados, tordos, erizos y pepinos de mar, entre otros, se deslizaban entre inmensas praderas de posidonias.

     Seguí avanzando hasta zonas portuarias y encontré un barco hundido rodeado de lubinas, lisas o mujoles y peces planos que habían aprendido a convivir en esta perturbada zona.

     Me dejé atrapar en “un día de playa” para contemplar las zonas más superficiales de este mar azul, las zonas del infralitoral, zona con gran biodiversidad donde destacaba el verde de sus algas.

     Y sin querer, el oleaje me transportó hasta la superficie, despidiéndome así del “mar en el medio de las tierras”.

Oceanogràfic. Foto @cac.

     Con energías renovadas, continué buceando hasta llegar al origen de la vida: el agua. Me sumergí en un viaje submarino en el Oceanogràfic y 20.000 leguas parecían pequeñas allí. Océanos concentrados en 110.000 metros cuadrados a los cuáles pude acceder a través de un nenúfar de hormigón blanco, en cuyo interior vivían medusas, rayas, tortugas y tiburones martillo. Y me adentré, en primer lugar, en el cercano Mediterráneo.

Oceanogràfic. Foto @cac.

Contemplé estrellas de mar pegadas a un cristal, un espacio donde lenguados, tordos, erizos y pepinos de mar, entre otros, se deslizaban entre inmensas praderas de posidonias.

Me dejé atrapar en “un día de playa” para contemplar las zonas más superficiales de este mar azul, las zonas del infralitoral, zona con gran biodiversidad donde destacaba el verde sus algas. Y sin querer, el oleaje me transportó hasta la superficie, despidiéndome así del “mar en el medio de las tierras”.

     Pero caminando en la transición entre el medio acuático y el terrestre, visualicé una enorme bola enrejada, un perfecto Aviario, donde perderme en el aire, y Humedales, donde encontrarme uno de los ecosistemas más ricos del planeta. Y me dejé llevar por la riqueza del marjal mediterráneo, donde sufrí un pequeño ‘déjà vu’ en este terreno pantanoso repleto de vegetación y estación de paso de aves migratorias. Y me continué perdiendo en el manglar americano, donde raíces de manglares ofrecían su protección a multitud de especies.

     Seguí avanzando para contemplar un lugar donde tomaban el sol tortugas mediterráneas y otro donde unas focas jugaban en el agua. Y como no detenerme en un espacio dedicado a la recuperación de tortugas marinas, pues es realmente importante cuidar y conservar la diversidad.

     Y de pronto me transporté a la calidez de las aguas Templadas y Tropicales, ecosistemas donde se encuentra la mayor biodiversidad del planeta, y aquí, en inmensos bosques de kelpos, multitud de organismos habían encontrado su hogar. Y desde este rico ecosistema, a una piscina enorme donde las focas se deslizaban en su interior. Y adentrándome en las oscuras profundidades de las aguas, un tiburón cerdo me vigilaba, unas estrellas de mar bailaban y unas medusas parecían flotar. Y continué adentrándome en un túnel de 70 metros de travesía del Océano Atlántico, donde ver desde algas laminares a sargazos, contemplar morenas, peces plateados y mantas, hasta alcanzar una nueva área pantanosa en las raíces de los mangles.

     Deslizándome al final de ese túnel, me encontré en la quilla de un barco hundido, entre los mares de corales indo-pacífico y caribeño. En medio de océanos de colores en movimiento. Para mí, un lugar mágico donde sumergirse en lo más profundo del océano, donde me pude perder cual Dori en busca de Nemo.

     De pronto alcancé la superficie en las Islas Continentales donde me detuve un tiempo para contemplar como los Leones Marinos jugaban entre ellos, como se movían fácilmente en el agua. Salté a las Islas Oceánicas para observar la vida de las Tortugas Gigantes. Y me adentré en un auditorio para contemplar, como si de una pantalla se tratara, un gran acuario con la fauna del Mar Rojo. Y para no perderme en la gama de colores, salí de allí para contemplar un área de coloridos Flamencos.

     Notaba sensación de frío susurrando a mi piel, pero antes de despedirme de aquella calidez que me rodeaba, me desvié para contemplar todo un espectáculo que personalmente me fascinaba, los Delfines. Me maravillaban estos animales tan hermosos e inteligentes, como bailaban con cada gota del mar y como volaban sobre él. Me pareció una obra mágica.

     Pero los delfines no eran los únicos que se fundían con el agua, por muy fría que esta estuviera. Así que finalmente me despedí del calor para contemplar a los pingüinos en el lejano Ártico. Pero lejos de quedarme helada, me seguí adentrando esta vez en el Antártico, para disfrutar desde un iglú gigante del baile en heladas aguas de belugas y morsas.

     Y de pronto me fui a África para entrar de nuevo en calor, donde pude adentrarme en un amplio espacio al aire libre y contemplar una zona preparada para propiciar el anidamiento de reptiles, entre los que destacaba el amenazador falso gavial africano o cocodrilo hociquifino.

Restaurante Submarino. Foto @cac.

     Tanto viajar por los distintos ecosistemas de nuestra Tierra, necesitaba una pausa y alimentar mi cansado cuerpo. Y entre todas las opciones, sin querer dejar de sumergirme, decidí dirigirme al Restaurante Submarino para cenar en las tenues profundidades. Allí pude disfrutar de una exquisita cena rodeada de un acuario circular que me envolvía en un estado de calma, para después volver a pasear de nuevo por las profundidades de los Oceános.

Restaurante Submarino. Foto @cac.

    Realicé un viaje desde las Islas Canarias hasta las Bermudas a través de un inmenso túnel donde se deslizaban sobre mí peces guitarras, mantas, tiburones toro y majestuosos tiburones grises entre otras muchas especies. Y me sumergí en la oscuridad de este espacio de lentos movimientos en el agua.

Y allí me perdí en el sueño durmiendo con tiburones…

     Llegó la hora de despertarme para perderme en un nuevo día, pero esta vez no en el agua, ni en la naturaleza ni en el cielo. Esta vez me perdería en todos ellos, me perdería en los sentidos… Y para ello, que mejor lugar que el Museo de las Ciencias. Prohibido no tocar; prohibido no sentir; prohibido no pensar.

Museo de las Ciencias vista interior. Foto @cac.

     Accedí al Museo y subí a la primera planta, donde en primer lugar me encontré con una escultura a la vida de 15m, una representación artística del ADN. Sorprendida con esta primera presentación, me adentré en los rincones de esta planta donde tenían lugar diversas exposiciones, algunas permanentes, tras temporales, pero todas impactantes. Era una ocasión única para disfrutar de la experiencia que ofrecían cada una de ellas.

     Llevando tras de mí la música como banda sonora de mi visita, me asomé al Teatro de la Ciencia para ver campanas que sonaban sin ser tocadas, velas que se apagaban sin soplos de aire, arcos eléctricos que surcaban el espacio y producir rayos con la Bobina de Tesla. Al salir, observé impresionada el Péndulo de Foucault de 30 metros, inmóvil, pues allí descubrí que era la Tierra, el Museo, la Ciudad de las Artes y las Ciencias y yo misma, los que nos movíamos “alrededor” del péndulo.  Y sabiendo esto, paseé por la Calle Mayor para acercarme al exterior a través de su ventana de más de 4.000 cristales y observé el Jardín del Turia, mientras pensaba e intentaba ver el movimiento bajo mis pies.

     Dispuesta a perderme una vez más, aparecí en un edificio en forma de fuelle, donde pude acercarme a todo el conocimiento que contenía en 26.000 metros cuadrados.

     Entré a su planta baja, donde se encontraba el Auditorio Santiago Grisolía y el salón de actos Arquerías, donde tenían lugar todo tipo de congresos y actos. Paseé por la Calle Menor mientras contemplaba las diversas exposiciones de libre acceso que aquí se hallaban expuestas para la contemplación de todo el público.

     Y aunque fascinada con todas, me dejé llevar por la unión mágica de Ciencia y Música en PLAY, donde podía tocar la música a través de la ciencia. Pues ya lo decía Einstein: “Si no fuera físico, probablemente sería músico”. Y aquí descubrí desde el funcionamiento de las cuerdas vocales hasta producir sonidos con instrumentos de cuerda y percusión. Me descubrí fascinada al tocar un arpa virtual. Me emocioné marcando el tempo de una orquesta. Me perdí completamente por todos los sentimientos que la música me producía. Pues si “la música es la banda sonora de la vida”, ¿por qué no iba a serlo de la ciencia también?

Dispuesta a perderme una vez más, aparecí en un edificio en forma de fuelle de más de 40.000m2, donde pude acercarme al conocimiento que contenía en 26.000m2.

Museo de las Ciencias vista interior. Foto @cac.

Entré a su planta baja, donde se encontraba el Auditorio Santiago Grisolía y el salón de actos Arquerías, donde tenían lugar todo tipo de congresos y actos. Paseé por la Calle Menor mientras contemplaba las diversas exposiciones de libre acceso que aquí se hallaban expuestas para la contemplación de todo el público.

Accedí al Museo y subí a la primera planta, donde en primer lugar me encontré con una escultura a la vida de 15m, una representación artística del ADN. Sorprendida con esta primera presentación, me adentré en los rincones de esta planta donde tenían lugar diversas exposiciones, algunas permanentes, tras temporales, pero todas impactantes. Era una ocasión única para disfrutar de la experiencia que ofrecían cada una de ellas.

Y aunque fascinada con todas, me dejé llevar por la unión mágica de Ciencia y Música en PLAY, donde podía tocar la música a través de la ciencia. Pues ya lo decía Einstein: “Si no fuera físico, probablemente sería músico”. Aquí descubrí desde el funcionamiento de las cuerdas vocales hasta producir sonidos con instrumentos de cuerda y percusión. Me fasciné al tocar un arpa virtual. Me emocioné marcando el tempo de una orquesta. Y me perdí completamente por todos los sentimientos que la música me producía. Si “la música es la banda sonora de la vida”, ¿por qué no iba a serlo de la ciencia también?

Llevando tras de mí la música como banda sonora de mi visita, me asomé al Teatro de la Ciencia para ver campanas que sonaban sin ser tocadas, velas que se apagaban sin soplos de aire, arcos eléctricos que surcaban el espacio y rayos produciéndose con la Bobina de Tesla. Al salir, observé impresionada el Péndulo de Foucault de 30 metros, inmóvil, pues allí descubrí que era la Tierra, el Museo, la Ciudad de las Artes y las Ciencias y yo misma, los que nos movíamos “alrededor” del péndulo.  Y sabiendo esto, paseé por la Calle Mayor para acercarme al exterior a través de su ventana de más de 4.000 cristales y observé el Jardín del Turia, mientras pensaba e intentaba ver el movimiento bajo mis pies.

     Con hambre de conocimiento, seguí ascendiendo a la segunda planta para descubrir El Legado de la Ciencia a través de las investigaciones de tres destacados premios Nobel: Santiago Ramón y Cajal, Severo Ochoa y Jean Dausset.

     Desde el comportamiento de la célula más pequeña hasta el de una nave que me llevó por el espacio infinito a través del Simulador Espacial, recorriendo el laboratorio, el ascensor de lanzamiento y el puente aéreo hasta el simulador de vuelo, donde experimenté la preparación de un lanzamiento hacia la Estación Espacial Internacional.

     Y tanto me dejé perder en el cosmos que, sin darme cuenta, llegué a Marte. Allí me recibió un asistente virtual que me facilitó la información sobre el planeta rojo que iba a visitar.

     Y aún con sed de descubrir, me dirigí a la tercera planta, donde me adentré en un Bosque de Cromosomas. Allí descubrí la magia del genoma de la especie humana a través de 23 pares de cromosomas gigantes, descubrí cuanta agua formaba parte de mi cuerpo, aprendí a cómo aprender y jugué a comprobar cuánto tiempo era capaz de mantener el equilibrio.

     Emocionada con haber sido lanzada hasta el espacio, me aventuré a experimentar la Gravedad Cero, aprendiendo sobre el espacio y experimentando la sensación de inmensidad del espacio con el sorprendente «cubo», donde pude visualizar el universo y la Tierra a través de sus espejos.

     Y aún con sed de descubrir, me dirigí a la tercera planta, donde me adentré en un Bosque de Cromosomas. Allí descubrí la magia del genoma de la especie humana a través de 23 pares de cromosomas gigantes, descubrí cuanta agua formaba parte de mi cuerpo, aprendí a cómo aprender y jugué a comprobar cuánto tiempo era capaz de mantener el equilibrio.

     Desde el comportamiento de la célula más pequeña hasta el de una nave que me llevó por el espacio infinito a través del Simulador Espacial, recorriendo el laboratorio espacial, el ascensor de lanzamiento y el puente aéreo hasta el simulador de vuelo espacial, donde experimenté la preparación de un lanzamiento espacial hacia la Estación Espacial Internacional.

     Emocionada con haber sido lanzada hasta el espacio, me aventuré a experimentar la Gravedad Cero, aprendiendo sobre el espacio y experimentando la sensación de inmensidad del espacio con el sorprendente «cubo», donde pude visualizar el universo y la Tierra a través de sus espejos.

     Y tanto me dejé perder en el cosmos que, sin darme cuenta, llegué a Marte. Allí me recibió un asistente virtual que me facilitó la información sobre el planeta rojo que iba a visitar.

     Apetito saciado de conocimiento, di un último salto. Un salto al interior de un ojo gigante que bien podría decirse que todo lo veía, el Hemisféric. Este edificio tan característico me decía mucho de lo que iba a experimentar, pero no me lo desveló todo. Porque los ojos serían sólo la primera de las muchas puertas sensoriales que se abrirían aquí.

Oceanogràfic. Foto @cac.

     Aquí pude inquietarme “Caminando entre dinosaurios”, soñar a lo grande con “Dream Big”, dejarme sorprender con “Volcanes” o adentrarme en el Amazonas con “Amazon Adventure”.

Y, por último, perderme de nuevo mirando al cielo con “Las Nocturnas de Invierno”, donde me acerqué lo máximo posible a las estrellas, aprendiendo cómo nacen, evolucionan y mueren. Aprendí sobre las constelaciones y escuché fascinantes historias mitológicas. Y, sobre todo, visité lugares fascinantes: me sumergí en brillantes nebulosas en la constelación de Orión, en Canis Major pude descubrir agrupaciones estelares formadas por cientos de componentes y en Ursa Major asistí a la majestuosa danza cósmica que protagonizaron Mizar y Alcor, pues en todo ello se unía de nuevo la música. Un espectáculo mágico donde no sólo disfruté con la vista, pues una vez más, me perdí en cada uno de mis sentidos.


En la Ciudad de las Artes y las Ciencias,
donde ciencia, naturaleza, arte, agua, tierra, aire, fuego, música, desde un grano de arena hasta la inmensidad del universo conviven juntos, entre leyes de la física y de la naturaleza,
yo me dejo perder…

Ciudad de las Artes y las Ciencias
Fotos de @cac.
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