«La verdad, señora, empiezo a pensar que hay un placer todavía mayor que el de ver Granada. Y es el de volverla a ver.» Alejandro Dumas.
Despierto sonriente para abrir de nuevo esa mágica ventana y volver a ver Ganada. Respiro el aire húmedo de esta ciudad desde bien temprano, pues tengo muchas cosas que ver y estoy emocionada con tantas sensaciones. Pero lo primero que necesito es una buena ducha, prepararme para un largo día y estrenar el maravilloso patio de Hotel Casa 1800 Granada que me está esperando con un magnífico desayuno con olor a café.
— Buenos días — me saluda el camarero nada más verme acceder a la cafetería.
— Buenos días. ¿Para desayunar, verdad?
— Sí, por favor. He quedado en un rato con un amigo, pero estoy pensando en que quizás podría invitarle a desayunar, ¿sería posible?
— Por supuesto, ningún problema — me contesta amablemente —. Le preparo una mesa para dos, abierta al patio que al ser tan temprano están disponibles y así tendrán las mejores vistas.
— Muchísimas gracias — le respondo con una amable sonrisa.
Inmediatamente llamo por teléfono a Manuel, viejo amigo de Graná con el que he quedado a primera hora para que me enseñe un par de sitios. Y si se trata de un desayuno gratis, ¿quién se puede resistir?
— Disculpe — le digo al camarero — ¿me podría poner un café con leche mientras espero? Con la leche natural, por favor.
— Enseguida se lo traigo.
Me siento en la mesa contemplando este precioso patio. En apenas un minuto el camarero me acerca el café que le he pedido antes y le doy las gracias sonriente. Agarro la taza de café con ambas manos y observo tranquilamente de nuevo. Es uno de esos sencillos momentos de indescriptible riqueza. Me parece que se ha detenido el tiempo, hasta que llega él.
— ¡Manuel! — saludo alegremente y abrazo a mi viejo amigo —. ¡Cuánto tiempo! Ya era hora de conocer tu amado hogar.
— Pue sí, ya era hora chiquilla, que mira que te ha costao vení.
— La verdad que sí, pero bueno, ya estoy aquí — sonrío porque realmente me siento feliz ahora mismo, así, sin más —. Disculpe — le digo al camarero —, ¿podemos pedir un par de cafés más? ¿Tú que quieres de comer Manu?
Pedimos un buen desayuno, de los nuestros. Es muy importante la primera comida del día, sí, pero es que a mí unas judías a primera hora de la mañana como que no me entran. Pero un café, un zumito, una buena tostadita con su aceite de oliva (virgen extra) y con jamoncito, algo de fruta, un croissant… Eso para mí es un desayuno del Olimpo. Y si es con estas vistas, esto debe ser el néctar de los hombres.
Desayunar poniéndote al día de nuestras vidas con un gran amigo al que llevas mucho tiempo sin ver, es la guinda del momento. Una de esas conversaciones en las que parece que fue ayer la última vez que nos vimos, cuando en realidad han pasado años. Esos momentos en los que no paras de reír, mezcla de idioteces y felicidad. Ese momento en el que te das cuenta de cuánto agradeces tener esa persona en tu vida. Qué bonito es poder disfrutar de estos momentos en un lugar con tanto encanto.
Sí, de nuevo me podría quedar aquí todo el día, pero querida Granada, ha llegado la hora de nuestra segunda cita ❤️.
Ayer visité la Alhambra de noche, hoy me toca verla con la luz del día. Aunque podemos ir andando, Manuel quiere aprovechar para enseñarme lo máximo posible aunque sea en coche, así que circulamos por calle Pavaneras hacia plaza del Realejo y recorremos luego calle Molinos. Entonces giramos a la izquierda y comenzamos a subir por Cuesta del Caidero. Si miro por encima de Manuel, voy viendo como se aleja Granada, cada vez más grande y más hermosa con todos sus colores. Tras llegar al final de Calle Antequeruela Baja y tomar la curva a la derecha, comienzo a ver los bosques que rodean a la Alhambra. Continuamos por Paseo del Generalife, pasando por delante del pabellón de acceso, hasta llegar al parking y dejar allí el coche.
— ¡Amos! — me dice mi amigo, mientras me agarra por los hombros y me dirige con paso ligero al ya conocido Pabellón de Acceso de la Alhambra. Hoy toca visitar los Jardines, el Generalife y la Alcazaba.
Entro de nuevo a la ciudad palatina de Granada con la recién estrenada luz de la mañana. Pero esta vez, en lugar de seguir el camino de la izquierda, sigo el de la derecha para admirar la parte viva de la Alhambra. Esos cuidados jardines de predominante verde con toques de cálidos rojos y puntos blancos de luz. El ruido del agua recorre y alimenta esta generosa vida.
— Que agradable es pasear por aquí — comento mientras paseamos observando la frondosa vegetación a nuestra derecha y los salientes edificios de la medina a la izquierda.
— Por Graná no hay lugar por donde no te guste pasear — me dice Manuel —, pero pasear por la Alhambra es de los lugares más bonitos, la verdad.
Acabamos de pasar el Teatro del Generalife y ascendemos por los blancos escalones, hasta alcanzar unos setos formando una entrada arqueada. Justo bajo el arco central, una pequeña fuente que alimenta un largo canal central.
— Menudos jardines se montaron aquí los sultanes.
— Jajajajajajaja ¡ya ves! Son inmensos, ¿no?
— Pues cerca de doce hectáreas — le miro sorprendida al oír tales dimensiones, mientras me fijo en cada detalle, cada aroma y cada ruido a mi alrededor.
— ¿Doce hectáreas de jardines?
— Entre jardines, cultivos y demás, por ahí va la cosa — me explica, y avanzamos cruzando por los arcos laterales —. Y unas 700 especies diferentes de flora, de las cuales aproximadamente un tercio ya se utilizaban en los jardines en la época árabe. Es toda una experiencia sensorial. Los colores, los cruces de vegetación y el sonido cruzado del agua, la brisa, el olor… Al igual que el resto del conjunto, ha sufrido muchos cambios a lo largo de la historia. ¿Te puedes imaginar cómo eran en el pasado?
Frente a mí varias torres de diferentes alturas pertenecientes a la medina y a los palacios de la Alhambra. Justo antes, una amplia zona dedicada al cultivo. Alargo la mirada hacia el luminoso blanco del Albaicín. Y si cierro un instante los ojos, me imagino todo aquello en su máximo esplendor, con sus cuatro huertas, «Colorada», «Grande», «Fuente Peña» y «Mercería», alimentando a toda la ciudad palatina. Veo las torres sin señales del pasar de los años. Aunque hay árboles, son algo más bajos. Además de la cercana Torre de la Cautiva, puedo vislumbrar incluso la Torre de la Vela y la imponente Torre de Comares. E imagino a personas siglos atrás recogiendo esos cultivos, vigilando desde esas mismas torres o paseando a mi alrededor de camino a disfrutar de un tiempo de descanso en el Generalife.
— Amos chiquilla, que aún no has visto ná — abro lentamente los ojos al oír a Manuel y, de nuevo, le sonrío.
— Amos chiquillo, que me tienes que enseñar muchas cosas.
Le agarro del brazo empujándole suavemente en señal de continuar. Respiro hondo, sonriente, recibiendo toda la vida de este lugar privilegiado. Y camino con enérgico paso aún agarrada al brazo de Manuel, hablando, observando, riendo. De tanto en tanto, deteniéndonos para retratar estos hermosos paisajes.
Camino en un entramado de muros de setos y cuadrículas de fuentes y canales de agua. Visto desde arriba (gracias Google Maps), se puede apreciar la precisión y exactitud de estas formas geométricas. Podría detenerme en cualquier punto de la cuadrícula para retener la caricia de la luz en cada pétalo y disfrutar del reflejo de todo ello en el agua. Pero salto de flor en flor hasta alcanzar la entrada al Palacio del Generalife, lugar de descanso de los reyes musulmanes.
El primer espacio, un cuadrado de techo abierto, es similar al patio de una hacienda. Justo en frente, en mitad de la pared, una doble puerta de arco mozárabe, desde la que se observa una nueva plaza más elevada con una fuente en el centro, muy del estilo de los Palacios. Y de nuevo la plaza está rodeada por arcos en continua fluidez con el pasillo cubierto que lo rodea. Seguimos ascendiendo los escalones a la siguiente puerta de acceso, de nuevo en frente. Cruzamos la puerta y ascendemos una escalera cerrada, tras la cual, al llegar arriba, se contempla desde la esquina el Patio de la Alberca.
— Pero qué hermoso es todo esto — le digo a Manuel, mientras me adentro en el Patio y giro hacia mi derecha.
De nuevo, la fuente. Detalle imprescindible en toda esta arquitectura y decoración. Corazón de cada sala importante de esta villa amurallada. A mi derecha, justo detrás de una pequeña fuente, arcos de marmolería de un pasillo que da acceso a otra sala o a la salida. Antes de avanzar, cruzo al lado opuesto de la fuente, para girar sobre mí misma y disfrutar de unas hermosas vistas de un largo mirador arqueado que alcanza el Palacio del Generalife. Y en esa misma dirección, en paralelo a las vistas arqueadas, el fino cauce del agua de la acequia real con sendos jardines a cada lado.
Que difícil es describir algo tan sencillamente bello.
— Antiguamente todo esto estaba cerrado — me explica Manuel mientras recorremos el pasillo arqueado —. El mirador central si que es de arquitectura nazarí, que se aprecia bastante bien la diferencia la verdad.
— El contraste blanco con la decoración nazarí en color tierra es chulísimo.
Al llegar a la entrada del Palacio del Generalife, observo una fuente igual a la inicial al otro lado del Patio de la Alberca. Me produce la extraña sensación de haber atravesado un espejo. Observamos el pórtico del pabellón norte, de cuyos cinco arcos el central es el más grande que el resto. Y, al pasar por este, otra arcada similar, esta vez de tres arcos con el central también más ancho, que preceden a la Sala Regia. Desde esta, podemos contemplar el fantástico Mirador de Ismail I, con una rica decoración al igual que el resto de estancias principales repartidas por la Alhambra. Y similar al Mirador de Lindaraja, me impresiona tanto que no sé si mirar fuera o seguir observando la decoración de las paredes y los arcos.
Subimos a la parte de arriba, que según me va contando Manuel es de construcción cristiana. Pero enseguida estamos de nuevo en otro espacio abierto de singular belleza, pues ahora paseamos por el Patio de la Sultana.
— ¿En la visita de ayer viste la Sala de los Abencerrajes y la mancha de la fuente, verdad?
— ¿La mancha de sangre? — le pregunto a Manuel.
— Esa misma. Pues la famosa matanza se produjo porque justo tras ese ciprés — Manuel señala un ancho tronco al que se le adivinan muchos años —, el sultán sorprendió las confidencias de la sultana, su esposa, y un caballero abencerraje. Mu discreta la sultana no fue. No vea la que lío — comenzamos a reír a carcajadas junto al árbol mientras nos miran o incluso algunas personas que han oído a mi amigo sonríen también.
Nos dirigimos a la salida, pero no abandonamos aún el Generalife pues aún quedan un par de jardines de los que disfrutar. Subimos las escaleras para alcanzar los Jardines Altos, que como su nombre indica, están más elevados que el resto de jardines. Y, gracias a esto, las vistas desde este jardín son espectaculares. Qué hermoso es observar una Granada infinita sobre un pétalo de rosa. Estos jardines son de estilo romántico (eso dice Manuel), aunque yo veo mucha geometría en las jardineras. Pero si hay algo que llama la atención, es ese sonido del agua deslizándose sobre el pasamanos hueco de tejas invertidas de la Escalera del Agua, otro de los elementos de los nazaríes que aún se conserva. Y por ella, accedemos al Mirador Romántico, que aunque por supuesto volvemos a tener unas magníficas vistas, me resulta menos llamativo que el resto. Es que aquí la belleza está muy reñida, la verdad.
Volvemos atravesando el Paseo de las Adelfas, pasando esta vez por arriba del Teatro del Generalife, y por el Paseo de los Cipreses hasta alcanzar el punto inicial. Pero esta vez tomamos el camino de la izquierda para dirigirnos a la zona militar de la Alhambra, la Alcazaba. De camino pasamos por la Puerta y Torre de de los Siete Suelos, avanzando después por la calle Real de la Alhambra. Salimos a la parte «urbana» del palacio, lugar donde antaño se encontraba la medina, y paseamos conversando hasta llegar al final de las casas y ver a nuestra derecha el grandioso Palacio de Carlos V.
El palacio de las 64 columnas, colindante a los Palacios Nazaríes, pues así el monarca podía disfrutar de la belleza de los mismos. Cosa que entiendo, pues a mí también me encantaría poder contemplar cada mañana la belleza del Patio de los Leones o la cúpula de la sala de los Abencerrajes. Accedemos a su interior al menos para observar desde el centro del círculo la inmensidad del mismo.
— Me llama mucho la atención que tantas formas geométricas sean tan bonitas — digo en voz alta.
— ¿Porqué?
— No sé Manuel, pero es como que tanta simetría y tanta perfección es lo que dan esa singular belleza. Ya sabes que yo de arquitectura ni idea, lo que escucho en las audioguías y demás.
— Lo sé, lo sé — me dice medio burlándose de mí.
— Este edificio por ejemplo. Un cuadrado gigante, con un círculo inmenso con treinta y dos columnas con la misma distancia entre todas ellas. Mires donde mires, incluso los jardines, son medidas perfectas, rectas, cuadradas, redondas, pero siempre perfectas. Hasta la decoración de los mocárabes. Y es bonito, ¡tan bonito!
— Bueno, la perfección es asquerosamente preciosa.
Echamos un último vistazo rápido al Palacio más joven de la Alhambra, pero justo antes de pasar por la Puerta del Vino, no puedo evitar hacer una última parada en los servicios reales, pues si están al lado de tanto palacio, la verdad que queda genial llamarles reales.
Nos dirigimos hacia la Alcazaba para contemplar sus gruesos muros con gigantes torres. La parte más antigua de esta ciudad palatina ha sido siempre su fiel defensora. Accedemos a su interior por la Torre Quebrada, pasando al igual que en el Generalife el control de las entradas. Ascendemos a la Torre del Cubo, desde donde comenzamos a atisbar las hermosas vistas del Albaicín y de la Alhambra desde lo alto. Levantando la mirada vemos las colmenas de la Torre del Homenaje y más lejanas las banderas de la Torre de la Vela. Y viendo la altura de esta última, me muero de ganas de ver las vistas de Granada desde allí.
Pasamos por debajo de la Torre del Homenaje para salir a los restos del Barrio Castrense o Plaza de Armas. Tras pasear por lo que antiguamente eran viviendas, talleres, hornos,… donde antiguamente residían la guardia del sultán y los soldados e intentar imaginar cómo vivirían en la época de reinado nazarí, vamos hacia la derecha para hacer una nueva parada en la Puerta de Armas. Manu, que se lo ha currado para hacerme de guía privado por la Alhambra, me explica que esta era la puerta por la que accedían a Palacio para las vistas con el sultán. Y su nombre se debe a que antes de acceder a la ciudad palatina para ver al sultán, debían deponer sus armas en esta puerta. Desde aquí se puede observar claramente la robustez de la estructura que envolvía esta ciudad. Y no es de extrañar que tardaran tanto tiempo en conquistarla los cristianos y, en realidad, nunca lo hicieron pues sus llaves fueron entregadas.
Pero bueno, a parte de la interesante historia, no puedo negar que estoy ansiosa de llegar a la Torre de la Vela, así que volvemos a cruzar el Barrio Castrense y comenzamos el ascenso. No me detengo apenas y Manu me va siguiendo los pasos al grito de «¡pero chiquilla, con calma!». No hay tiempo que perder, hay que alcanzar el cielo.
Al Sur y al Este tu gente, tu esencia. En el Norte tus raíces, el Albaicín. Al Noroeste el arte de tu Sacromonte. Y al Oeste tu pulmón y tu alma, Sierra Nevada y tu amada Alhambra. Y yo recorro los cuatro puntos de esta torre intentando retener cada detalle tuyo. Pues si aún sin conocerte ya me tenías enamorada, ¿Cómo de hechizada me tienes ahora?
— Tranquila que es el normal — me susurra Manuel cuando yo le miro de reojo y sonrío.
— No me extraña que te quedaras aquí.
— Bueno, me enamoré por partida doble. De Granada y de la ‘mala follá‘ de mi morena — y esto último, cómo no, lo dice subiendo el volumen para que se escuché bien por toda la Alhambra y casi por toda Graná. Le doy un golpe en el brazo sonrojada y sin poder parar de reír.
— Te ha oído hasta tu señora, ya te lo digo yo.
Entre risas y totalmente hipnotizada, desciendo tras Manuel para recorrer el Jardín de Los Adarves hacia la salida. Si bien la magnitud de las vistas desde la Torre de la Vela impresiona porque alcanzas a verlo todo, el recorrido por estos jardines es totalmente distinto. Desde aquí se ve el perfil de la ciudad de Granada sobre el verde de los setos del jardín y de los árboles del cerro de la Sabika.
Y para salir, que mejor que hacerlo por la Puerta de la Justicia, la más espectacular de sus puertas. Sobre esta puerta existe la leyenda de que «cuando la mano toque la llave, la Alhambra habrá caído y será el final de los tiempos». Espero que no llegue ese final, pero un mundo sin la Alhambra, creo tampoco lo quiero.
— Sé que es difícil superar esto, pero vamos que aún tengo que llevarte a un par de sitios más. Me vas a deber unas cuantas tapas aeh?
¡Pues vámonos!
Ya en el coche, me dejo sorprender por mi amigo. Pero tras una serie de rotondas, veo que me saca a las afueras de Granada. ¡Eh! ¡Que yo no me quiero ir aún! Y él sonríe, porque percibe la sensación de extrañez en mi expresivo rostro. Pero no digo nada al respecto, sigo la conversación aunque sea con medio ceño fruncido, expectante de ver a dónde me lleva. Enseguida volvemos a entrar en la ciudad, pero no sólo entramos, porque veo que la vamos atravesando a la otra punta. Y de pronto, salimos nuevamente pero esta vez por un camino que poco a poco asciende, similar al recorrido hacia la Alhambra pero con menos casas alrededor.
Llega un momento en que ya no ascendemos más y comenzamos un camino de suave descenso, y cuando ya no puedo intentar adivinar más a dónde vamos, se abre a la izquierda un enorme edificio de tres plantas en medio de la sierra.
— ¿Dónde me has traído? — una vez hemos llegado, pregunto ya entusiasmada por conocer.
— Señorita, bienvenida a la Abadía del Sacromonte. A parte de por la historia de este lugar, te he traído porque tiene una de las vistas que a mí más me gustan de Granada — y ya fuera del coche, nos dirigimos a un bajo muro desde el que puedo observar la silueta lateral de la Alhambra apuntando a la ciudad. Y en el lateral izquierdo de la colina, el barrio del Sacromonte y del Abaicín.
— Es precioso, Manuel — y me siento a respirar el aire del monte de Valparaíso.
La Abadía del Sacromonte ha sido, a lo largo de sus más de cuatrocientos años de historia, uno de los principales centros espirituales y también culturales de Granada y de Andalucía. Un espacio de conciliación de culturas. Y como he venido a conocer y a empaparme de toda la esencia granaína, me dirijo junto a Manuel a la puerta de la abadía pues la entrada incluye visita guiada. Sí, me emociono con los tours guiados, pues creo que es una de las cosas que más nos enseña de los lugares que visitamos.
— Buenos días a todos — saluda la guía para comenzar la visita —. Hoy somos poquitos, así que vais a disfrutar de este monumento mucho. Si alguien tiene agorafobia, no os preocupéis. Es algo que nos preguntan casi a diario al oír la palabra ‘cuevas’, pero tranquilidad porque no son sitios angostos ni nada por el estilo. Como luego veremos, son simplemente pasillo y túneles bajo tierra, pero ni nos cruzaremos con nadie ni tenemos que ir de uno en uno ni nada por el estilo. Así que ahuyentados los miedos, si estamos todos vamos a comenzar.
La historia de esta Abadía comienza con el hallazgo de una caja al destruir la Torre Turpiana para construir la catedral. Esta caja de plomo contenía un pergamino escrito en tres lenguas (latín, árabe y castellano) una imagen de la Virgen, un lienzo y unos huesos que fueron atribuidos a Santiago Apóstol. El pergamino contenía una profecía del apóstol San Juan sobre el fin del mundo totalmente desconocida, y que San Cecilio, primer obispo de Granada, escondió para que no fueran profanadas.
Pocos años después, se descubrieron unos hornos de la época romana en el monte de Valparaíso, en los cuales se encontraron los restos de San Cecilio. A raíz desde este hallazgo, comenzaron las peregrinaciones hacia las Santas Cuevas construyéndose mil doscientas cruces en el camino. A día de hoy sólo se conservan cinco, pero se dice que la progresión de estas construcciones fue algo descomunal, pues según los archivos en apenas dos semanas ya habían cincuenta cruces. Poco después se renombró el monte como Sacromonte y acto seguido, comenzaron las obras de la Abadía del Sacromonte y de su fundación.
— Porque sé que a ti te encantan estas cosas — me dice Manuel susurrando —. Pero yo estaría ahora en una terracita de la Plaza Nueva tomándome una cervecita bien fría.
— Chssss, anda calla y aprende — codazo y sofocada risa incluida 😂😂😂
— El patio donde nos encontramos — retomamos la explicación de la guía — es uno de los elementos principales y originales del centro. Conocido como el Patio de la Estrella o de los Triángulos debido al sello de Salomón de su suelo empedrado. Está rodeado por cuatro lados de columnas toscanas y, entre los arcos superiores de las columnas, encontramos el escudo de Castro y de nuevo estrellas de Salomón. En claro contraste con el cuerpo inferior de cantería, el cuerpo superior está decorado en ladrillo con formas rectangulares y un toque de color. Y en el centro, esta gran fuente, herencia cultural de gran importancia en Granada.
Seguimos a la guía hacia la iglesia, caminando entre esculturas de bronce de Venancio Blanco y ascendiendo por unas luminosas escaleras blancas. Alcanzamos la iglesia, dedicada a la Virgen de la Asunción. Una iglesia que no destaca por su tamaño, pero si por su gran riqueza decorativa.
— La Iglesia Barroca de la Colegiata está dedicada a la virgen de la Asunción — explica la guía una vez estamos en el centro —, en pleno uso a día hoy pues se sigue celebrando la liturgia a los fieles y distintos eventos religiosos. Aunque en el proyecto inicial estaba formada por una única nave que remataba el crucero, en la actualidad la componen tres naves: crucero, Capilla Mayor y coro. Si miramos arriba, veremos que esta nave central está coronada con bóveda de cañón. En cambio las laterales, son de bóvedas de aristas. Además, podemos ver el escudo del fundador en la cúpula del crucero.
Imagino que os habrán llamado la atención los numerosos elementos decorativos. Pero antes quiero que observemos un momento la sillería del Coro, tallada por Francisco Díaz del Rivero entre 1610 y 1628, convirtiéndose en uno de los elementos más característicos de esta iglesia. Otro elemento más destacable, es el retablo de la Capilla Mayor atribuido a Blas Moreno. Como veis, es un retablo de un solo cuerpo que se adapta a la forma semicircular de la capilla. Entre las esculturas de la misma, resalta la imagen del Cristo del Consuelo o de los Gitanos, obra del famoso escultor José Risueño y que despierta entre los fieles un gran fervor y pasión. A los pies de la iglesia, se venera a la Virgen del Sacromonte o de las Cuevas.
En la calle central se ubica el manifestador que acoge al Sagrario y a ambos lados dos retablos más pequeños, con las figuras de los Santos Mártires en cuyos pies se guardan con cuidado sus cenizas. La cornisa se rompe por un gran medallón con un relieve de la Asunción y se remata con relieve de la Trinidad y apóstoles. Los retablos laterales del crucero presentan la misma estructura, un único cuerpo y ático. A la derecha, está la Capilla del fundador, D. Pedro de Castro y Cabeza de Vaca, y alberga el mausoleo del fundador en el que aparece de rodillas y en actitud orante. A la izquierda, entramos en la Sacristía.
— En la Sacristía destaca la mesa de cálices con incrustaciones de mármol y sus cajoneras. Y junto al muro, entre pilastras, lienzos de temas religiosos que alternan con espejos ovalados — escucho atentamente a la guía esforzando la vista por fijarme en los detalles en la sombría Sacristía — Pero imagino que muchos de vosotros estáis aquí para visitar la parte más enigmática de la Abadía, ¿verdad? Pues toca ir bajo tierra. Pero de camino, os voy a enseñar una preciosa iglesia.
Seguimos a la guía hacia una iglesia rectangular, alargada y blanca, sobre todo blanca… La capilla también es en color marfil, con lo que da una total sensación de pureza. El único toque de color llega de una alfombra colorada sobre un suelo de ajedrez. Y la luz acompañada del color de unas preciosas vidrieras.
— ¿En qué película sale? — le pregunto a Manuel.
— ¿Película?
— Sí, me suena al sitio de alguna película, no sé…
— Estamos ahora en la Iglesia de San Dionisio — retoma la explicación la guía. —. Como si de un cuento fuera sacada, esta iglesia de estilo neogótico es un edificio único en Granada. Por ello ha sido recientemente restaurado con propósito de alquilarlo para eventos. A muchos les recuerda al mítico comedor de Harry Potter.
— ¡Claro! — me sale sin medición y la gente comienza a reír. Sobre todo Manuel que se echa una pechá a reír y se le saltan hasta las lágrimas. A mí de reír con él también. Y al resto del grupo, aunque no consigo ni mirarles, juraría que también.
— Lo tenías ahí en la punta de la lengua, ¿verdad? ¡Te ha salido del alma! — me dice la guía entre risas también.
Y conforme apaciguamos nuestras risas, comenzamos a caminar para dirigirnos ya a las Santas Cuevas, unas laberínticas catacumbas repletas de historia que, aunque soy un poco agorafóbica con las cuevas, tengo muchas ganas de ver. Llegamos a una capilla con pequeño altar.
— En este lugar lleno de espíritu y fe, está el origen de esta Abadía Sacromontana, que nace como consecuencia del hallazgo de los hornos donde aparecieron las reliquias de los mártires cristianos, San Cecilio y sus seguidores, San Hisicio y San Patricio. También es aquí donde se hallaron los libros plúmbeos, unas placas circulares con inscripciones en árabe que relatan el martirio de San Cecilio y sus compañeros. Son de gran importancia pues relataban una revelación divina que aprobaba la unión del cristianismo y el islam. El Vaticano tuvo durante años estos libros para analizarlos, confirmando la falsedad de dichas revelaciones como un vano intento de los moriscos de salvar su vida durante las persecuciones cristianas. Aún así, es notable la importancia histórica de estos libros del siglo XVI.
Hablaré más suave mientras recorremos estas cuevas pues quiero que sintáis la paz que se respira al pasear por ellas — indica el guía mientras comenzamos a adentrarnos por los pasadizos de estas cuevas —. Podéis observar las cúpulas iluminadas con lucernarios donde estos santos tuvieron martirio. Sí, decirlo así quizá debería provocar sensación de desazón, pero no es así, es como si la aura de estos hombres aún permaneciera aquí y lo que se siente es paz. Ellos trajeron la Iglesia a Granada, la unión de gentes de distintas ideologías que hicieron de estas cuevas su lugar de culto.
Y así, con esa sensación de benevolencia, recorremos varias capillas, un altar y la cueva donde se encontraron los restos del mártir. Durante este punto de la visita, ya apunto de finalizar, reina el silencio. Sólo seguimos avanzando mientras contemplamos los distintos espacios tenuemente iluminados. Y sí, la mezcla de historia, de fe, de culto, la propia energía que transmiten las cuevas, me produce la sensación de estar en un lugar que transmite magia.
Una vez realizado el recorrido por los pasadizos bajo tierra, salimos de las cuevas para ir por último al museo. Al menos quiero ver con mis propios ojos los famosos libros plúmbeos.
— Aquí terminamos la visita, así que os dejo recorrer y observar tranquilamente las tres salas de este museo y cada una de las obras que contiente. Como hemos comentado durante la visita, en la primera sala están expuestos los libros plúmbeos y se explica el enigma de estos. Pero no son el único objeto de valor de este museo, pues aquí encontraréis un escrito original del Tratado de Medicina de Averroes, una carta de Pizarro al Emperador Carlos V, un cántico anotado a mano por San Juan de la Cruz, una magnífica muestra de la pintura flamenca de Gerard David denominada Virgen de la Rosa. Y por supuesto también podéis admirar el único cuadro de Goya que se puede ver en Granada, retrato de Francisco Saavedra que éste regaló a la Abadía en agradecimiento y muestra de haber pasado por su escuela. Y ahora sí me despido, agradeciéndoos vuestra atención y esperando que os haya gustado tanto la visita que volváis a visitarnos a esta Abadía sacromontana. ¡Gracias!
— Gracias a ti — decimos prácticamente al unísono. Una visita breve pero intensa y repleta de detalles que merece la pena realizar.
— Y gracias también a ti por traerme hasta aquí — le digo a Manuel con una sonrisa —, ¿te invito a unas cañas?
— Pensaba que no lo dirías nunca. ¡Ámonos!
Sí, en Graná se invita a cañas porque se vive de tapas. Y yo a estas horas ya, cercanas al medio día, estoy deseando ir de bar en bar disfrutando de sus tapas. Volvemos en coche para aparcar cerca de la Plaza Nueva y comenzar nuestra ruta gastronómica. Hoy pago yo, pero Manuel dirige.
Salir a comer con un amigo, y más si es de tapas, es un planazo de risas aseguradas. Ya de camino en coche, aún sin cerveza en mano, bajamos gritando más que cantando y riendo. Me duele ya la cara y apenas ni hemos comenzado. Es muy difícil elegir mal en Granada y obviamente siempre tenemos dónde consultar recomendaciones y valoraciones. Pero ir con alguien que ya se mueve por aquí, sin necesidad de tirar de Google Maps para moverte de un sitio a otro, o incluso moverte entre las calles y preguntar o dejarte aconsejar por los propios granaínos, es mucho más práctico. Vamos, a la vieja usanza. Con lo que bonito que es preguntar «¿Un sitio para comer?» y que te miren con cara de loco o te digan «¿En Graná? Ande quieras«.
Manuel ande ha querido llevarme ha sido en primer lugar a Los Manueles en Reyes Católicos, donde su carta ya lo dice todo: «Andalúcete en cada bocado». El resultado, caña, tapa y croquetas deliciosas. Bar Casa Julio es un auténtico bar granadino, con fotos, azulejos, colores,… Vamos, que no todos los sentidos vienen del gusto en este bar. Otra caña y cazón, ¡pero qué cazón! Pierdes los sentidos cuando lo pruebas. Bodegas Castañeda, decoración con barriles (¡que me encanta!), para deleitar un “Calicasas”, un combinado de vinos especialidad de la casa que va a provocar que no pueda terminar de recorrer la calle Elvira. Esto sí, rica tablita de quesos e ibéricos o no llego ni a la puerta. Y de ahí, nos tiramos a La buena vida para probar las famosas roscas que entran de maravilla con cervecita fresca. Sí, buena vida es literalmente lo que obtienes.
Estómago lleno y la boca rota de tanto reírnos, Manuel me va a acompañar un poco más de irse y dejarme abandonada a mi suerte por el Albaicín antes de que haga una parada en el Hotel Casa 1800 Granada.
— Vente pa’cá que te voy a llevar al otro mirador de Graná.
— Pero quiero ir luego, a ver al atardecer allí.
— Pues no habrá miradores en Graná chiquilla — me dice con su malafollá Manuel —. Al de San Nicolás no, al otro.
— Vale vale, pues vamos. Yo ande tú me digas.
Nos adentramos por la calle Calderería Nueva, calle muy típica por sus numerosos bazares que nos trasladan a tiempos de zocos árabes, y donde aún se practica el regateo. Un arte del que he de confesar que yo carezco por completo. En el Albaicín han existido desde hace siglos distintos oficios tradicionales como los repujadores, cesteros, herreros, caldereros, etcétera. Las calles estaban conformadas por los distintos gremios, llevándose a cabo las distintas actividades económicas. En esta zona se establecieron los caldereros, de ahí el nombre de la calle. Siglos más tarde, aún mantiene gran parte de su esencia y atractivo.
Y paseando por tan pintorescas calles, y comprando algún recuerdo no vaya a ser que llevarme grabada en el alma a Granada no sea suficiente, ascendemos por amplios escalones empedrados. Llegamos hasta una curiosa fachada de piedra y ladrillo para bordearlo, derecha, izquierda y ahí está. Una discreta plaza arbolada que oculta tras la copa de sus árboles la mágica silueta de la Alhambra. Una estrecha fuente alargada en el centro de la Placeta de Carvajales parece señalarla, al igual que en la Sala de Dos Hermanas o de los Abencerrajes esos finos surcos de agua señalan al Patio de los Leones. ¿Puede ser que desde aquí ya señalaran hacia el centro del Palacio de los Leones? 🤔
— Manuel — le llamo mientras miramos callados a la Alhambra.
— Dime.
— Yo creo que me voy a quedar a vivir aquí.
Manuel ni contesta, solo sonríe y me echa el brazo por los hombros mientras seguimos mirando el palacio. Así fue como él se quedó en esta maravilla de ciudad.
Y una vez se han bajado las tapas callejeando y con una especie de ensoñación contemplando la Alhambra, volvemos al Hotel Casa 1800 Granada pues necesito refrescarme un poco antes de mi plan nocturno. Sin darnos cuenta, ya es casi media tarde y Manuel me acompaña gran parte del trayecto hasta que nos despedimos con un fuerte abrazo, de esos que te recargan y que tanta falta hacen. Esos que siempre reconfortan.
Ya en mi hogar granaíno, contemplo cada rincón mientras me dirijo a mi habitación a darme una ducha y despejarme un poco, que yo creo que el “Calicasas” aún está haciendo efecto 😅. Contemplo esta maravilla de habitación mientras me descalzo sentada en la cama mirando hacia el exterior, me desvisto y me deslizo hacia la ducha. Enciendo el grifo y dejo que el agua comience a caer sobre mi mano, comprobando la temperatura perfecta para introducirme bajo una lluvia de gotas que dejo acaricien mi pelo, mi rostro, mi espalda y se escurran por todo mi cuerpo. Qué placer es ducharse tranquilamente a los pies de la Alhambra. Dejarse acariciar por el agua que tanta importancia tiene en esta ciudad. Y seguir, con los ojos cerrados, escuchando simplemente su susurrante recorrido sobre mí.
Despejada con tan revitalizante ducha y preparada con calzado cómodo (tacones en el bolso 😁), bajo hacia el patio pues el hotel ofrece una merienda de cortesía a sus huéspedes cada tarde hasta las seis y media. Y no, hambre no tengo. Pero un té de origen árabe para terminar de recargar pilas en el patio es el toque perfecto antes de salir.
Y con energía renovadas me dirijo esta vez a mi cita con el atardecer, pues dicen que el atardecer en el Mirador de San Nicolás es de los más bellos atardeceres que se pueden contemplar. De nuevo paseo por el barrio del Albaicín para alcanzar su punto más famoso. Recorro nuevas calles para mis pies, como la empedrada cuesta de Marañas o la calle Cruz de Quirós, donde me detengo un instante para contemplar para mí aún desconocida Catedral de Granada. Y, si avanzamos un poco más arriba, aún veremos cada tejado desde más alto en el Mirador de la Lona, pues aún a pesar de la reja las vistas son fantásticas.
Me desvío un poquito ya que tengo algo de tiempo para hacer una visita rápida al Palacio Dar-al-Horra. Las comparaciones son casi siempre odiosas, así que no voy a compararlo con la Alhambra, porque para empezar no hay nada que se pueda comparar con la Alhambra. Pero este palacio formó parte del gran palacio del rey zirí Badis y fue la residencia oficial de Aixa la-Horra (me suena ese nombre), mujer de Muley Hacén y madre de Boabdil, el último emir granadino. Tras la conquista cristiana, Hernando de Zafra lo convirtió en su residencia. A día de hoy es un convento franciscano habitado por clarisas.
Pero como casi todos los edificios de estilo nazarí, el edificio se levanta alrededor de un patio rectangular con una pequeña alberca. En el mirador también se encuentran inscripciones labradas en las yeserías. Y desde el piso alto, disfruto de unas magnificas vistas sobre el barrio de la Axarea, de su mezquita convertida en iglesia de San Cristóbal y de la muralla zirí. Una visita rápida, pero de un edificio que también forma parte de la historia de Granada.
Retomo la marcha pues en breve el sol comenzará a desaparecer. Rodeo la preciosa Placeta Cristo de las Azucenas, desde donde también puedo contemplar la cercanía del atardecer desde sus geométricas fuentes con la Torre de la Vela de fondo. Avanzo por el Camino Nuevo de San Nicolás, lo cual me indica que ya tengo que estar cerca…
Recorriendo estas blancas calles empedradas, llenas de una energía que no sé muy bien explicar, me siento gozosa de estar aquí, de estar viva, de vivir. Me siento llena de energía y de arte. Reboso arte en cada paso que doy. Y una vez más, sonrío gracias a ti, Granada.
Pues si aquí en el Albaicín naciste, ¿cómo podías no ser hermosa? Tu hogar es pura magia. Tanta que hasta los gatos de este barrio son famosos. Mi amiga Barbye, antes de este viaje me dijo que de camino al mirador, buscara los gatos para continuar hasta el final de la calle y entonces girar a la derecha. A ella se lo dijeron cuando visitó Granada, y es una de esas cosas de sabiduría viajera que me encanta conocer. Al verlos pensé que no podía venir de otra persona el consejo, porque es toda una artista con los pinceles (sólo hay que ver su insta). Y por supuesto, no podía irme sin encontrar a los famosos gatos.
Después de sonreír al encontrar a estos negros felinos, continuo avanzando mientras recuerdo las indicaciones de Manuel:
«Escucha el agua de la fuente a tu derecha y avanza hacia la cruz detrás de esta. Antes de alcanzar la cruz, tus pies comenzarán a acelerarse. Seguramente escucharás guitarras, palmas y quejíos. Verás un muro de instagramers posando, pero tranquila. Mira más allá de todo eso, porque te vas a enamorar.»
El sol ya está desapareciendo y yo permanezco aquí aún, inmóvil, emocionada, enamorada. Bastante gente ya se ha marchado, aunque siempre queda algún turista como yo que no quiere que el atardecer acabe. Y algún músico que nos sigue deleitando con su arte a cambio de la voluntad de unas monedas. Entiendo el porqué, aún habiendo tantos puntos y miradores, éste sea tan especial. Y con dolor y pena de que este instante se acabe, abandono mi asiento en el muro y comienzo a alejarme aún con la cabeza vuelta hacia tan espectacular imagen.
Aprovechando que está al lado, hago una rápida visita al patio de la Mezquita Mayor de Granada, lugar de culto para los musulmanes que viven en Granada y desde el que se obtiene unas vistas muy similares a las del Mirador. Paseo brevemente por su jardín, pues he de irme ya porque a las ocho y media de la tarde tengo que estar en otro lugar que me hace especial ilusión.
Me arranco el dolor de dejar de contemplar estas vistas como si de una tirita se tratase y aligero el paso para bajar del Albaicín hacia la Plaza Nueva una vez más. En esta ocasión, bajo por la Cuesta de San Gregorio y así apunto una calle más a mi recorrido. Y una vez allí, me voy directa a mi cita con Tablao Flamenco La Alborea Granada. Me muero de ganas de ir a un auténtico tablao, escuchar guitarras, palmas, cantos desgarrados de emoción y taconeo, me encanta el taconeo. Así que era una cita a la que no podía faltar.
Escogí la segunda sesión para tener más tiempo para el atardecer y para recorrer el Albaicín, así que llego a tiempo. Me dirijo a la puerta con mi entrada previamente comprada. A parte de la ubicación de este tablao, las recomendaciones sobre el espectáculo me sedujeron. Lástima no sea verano para disfrutar de ‘Especiales de La Alboreá’ donde participan grandes nombres de este hermoso arte. Como ellos dicen «los artistas son los protagonistas de la función», y en el flamenco es importante que sea así. El flamenco de por sí te inunda, no necesita de relleno para emocionarte y para pegarte a la silla. El flamenco además de arte es un sentir.
— Buenas noches señorita. La acompaño a su asiento.
— Muchísimas gracias.
Los minutos previos al comienzo me pongo nerviosa, pues tengo ganas de que comience. He pedido una copa de vino para maridar este espectáculo. El lugar está distribuido de modo similar a un anfiteatro, permitiendo que estés donde estés puedas contemplar cada movimiento. Cuando ya estamos todos en nuestros asientos, se bajan las luces.
Se hace el silencio para dar paso al arte.
Comienza el espectáculo…
Primer acorde. Ya tengo el vello de punta. La manera en la que Manuel Carmona acaricia las cuerdas de un modo que seduce, te transporta a la vibración de cada tono….
Pies, manos, cadera… Todo se mueve en sintonía. La fuerza de los tacones, dedos y palmas de Coral Fernández mientras los flecos y los volantes de su ropa se mueven al sol de una voz…
…de la voz desgarrada de Marga Córdoba. Esa voz llena de sentío que te atraviesa, que te emociona.
Tacatacatá, tacatacatá, tacatá, tacatá, tatá… Pasión por los tacones es lo que siento, desde siempre sí, pero en los pies de David Córdoba el taconeo alcanza otro nivel. No flota, pisa, pisa con fuerza, y a cada tacón mi cuerpo vibra igual que el suelo del tablao.
La mágica unión de todo ello, pura alma sobre el escenario.
Aplausos.
Una hora llena de sensaciones, de duende, que no se puede explicar, se ha de presenciar. Cada elemento resalta por sí sólo y en conjunto. El ‘sentío’ cantar desgarra el alma, pero con el ruido del cajón y de las palmas la deshace. Y el tacón, cada golpe de punta y talón, ese sonido rítmico lleno de movimiento a su alrededor es hechizante. Los volantes, el movimiento de los dedos de la mano de la bailaora, esa rodilla inclinada que sobresale, es belleza. Aún aplaudo a los artistas que continúan en el escenario saludando a su entregado público. Y si es bonito desde este lado del escenario, lo que se ha de sentir encima de él debe ser bestial.
Cargada de poderío, me voy taconeando a disfrutar de una cena antes de irme a descansar. Aunque en un principio me apetecía ir a cenar comida árabe, después de un día de tapas y de mucho andar, me voy a un sitio muy recomendado cerca del hotel. En Negro Carbón puedo disfrutar de una tranquila copa de vino tinto y un buen chuletón a la brasa, en su punto, que se deshace en la boca. Un plan delicioso
— Buenas noches. ¿Una mesa para cenar? — le pido al camarero nada más llegar.
— Por supuesto, sígame. ¿Le parece bien aquí?
— Sí, genial.
— ¿Quiere que le traiga algo de beber mientras mira la carta?
— Pues una copa de tinto y una botella pequeña de agua, por favor — con carne y después de un día de no parar, rebajar con un poquito de agua no va nada mal.
Miro la carta, y como lo tengo bastante claro, en cuanto vuelve el camarero con la bebida le pido pluma de cerdo ibérico de «jabugo», en su punto, acompañada de verduritas de la huerta a la brasa. Y así, copa de vino alzada, brindo conmigo misma por un día más en Granada. Por toda la magia y la esencia que permanece inmutable tras el paso de los años. Y, por supuesto, porque mis ojos vuelvan a ver Granada.
Paseo bajo la luz de la luna y las estrellas hacia mi granaína morada en Hotel Casa 1800 Granada. Hoy me envolveré entre las suaves sábanas como si de movimiento de volantes se tratara. Soñaré con el duende y moveré los pies mientras sueño en tan inolvidables sensaciones. Mañana será el último día, pero no diré adiós, no podré.
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