El más bello poema jamás tallado.
Había una vez una princesa nazarí que vivía entre los muros de un castillo delicadamente esculpido. Cuando paseaba por sus estancias, podía oír el ruido de cinceles decorando cada una de sus piedras. Al disfrutar del aire fresco podía oler el aroma a nieve ya derretida de su sierra protectora. Conforme ascendía a los torreones, descendía con su mirada a las entrañas de su amada medina.
A la princesa le encantaba pasear horas y horas por cada rincón de esta fortaleza construida bajo la luz de las antorchas. Le encantaba sentarse durante horas en cualquier punto del jardín y contemplar el suave movimiento que la brisa ejercía sobre las flores. Acariciar el rocío de las hojas a primera hora de la mañana y ver el resplandor de la luna en cada planta de los jardines por la noche. Girar bajo una lluvia de abril y dejarse acariciar por las primeras nieves de diciembre.
Pero esta no es la historia de esta princesa. Yo te quiero contar la historia de una de sus doncellas. Una bella nazarí de pelo oscuro y piel morena acariciada por el sol. Sus ojos, casi tan negros como su pelo, eran alargadas almendras con un constante brillo de pureza y escondida inteligencia.
La princesa y la joven sirviente habían crecido prácticamente juntas y la belleza de la joven siempre había sido motivo de atención. Pero la princesa, lejos de sentirse atacada por su belleza, siempre la había protegido. La conocía mejor que nadie y, además de sirvienta, era su fiel amiga. Al contrario que la joven, la princesa era muy atrevida pues su posición social le otorgaba ciertos privilegios, y con su vivaz carácter enseguida desviaba las atenciones hacia su persona.
Para su protegida amiga tenía mejores propósitos que para sí misma. Ella podría elegir a un buen hombre, el que quisiera, daba igual su posición. Mientras estuviera bajo la protección de la princesa no le faltaría de nada, ni nadie se atrevería a hacerle ningún mal. Esta protección, aunque en ocasiones desconcertante, era bien conocida por toda la gente que habitaba en la Medina.
Cada mañana, la princesa se levantaba al alba. Su primera oración la hacía en total soledad, y finalizaba cuando recibía con una sonrisa los primeros rayos de luz que tornaban de color rojizo los muros del palacio. Se incorporaba y se dirigía a abrir las celosías con ambas manos para contemplar el festival de luces de la Qubba Mayor. El sol entraba por las ventanas de la cúpula de mocárabes del techo, llenando de luces y sombras toda la estancia, jugando con los colores del zócalo de azulejos y acariciando los suelos de mármol, hasta ser arrastrado al patio central por la delicada corriente de agua que emana de la pequeña fuente central.
En cuanto la princesa asomaba el rostro, subía la joven y bella Aixa, su fiel sirviente y amiga, con agua para lavar su recién despertado rostro. La ayudaba a vestirse y la peinaba durante largo tiempo mientras le contaba maravillosas historias a la princesa. Casi siempre tenían que ser llamadas por la sultana, pues fácilmente perdían la noción del tiempo. Era entonces cuando las jóvenes se separaban, pues la princesa en edad de contraer matrimonio, se dedicaba a los preparativos de tan importante acontecimiento.
Aixa no la acompañaba en estos deberes y era libre de pasear por la ciudad palatina hasta el que el sol alcanzaba su máxima altitud y el blanco palacio se partía en dos, pues era el momento de la oración del medio día y posterior almuerzo. En ese momento ambas amigas se reencontraban y dedicaban el resto del día a largos paseos conversando, a sus oraciones de la tarde, ocaso y noche, y, antes de esta última oración, al baño diario en el Hammam pues así lo quería la princesa.
Aixa formaba parte de la Corte Real, lo que le daba acceso a prácticamente todos los rincones de la ciudad palatina. Y al ser parte del servicio, sabía de todos los horarios y movimientos de prácticamente toda la corte. Con ello gozaba de cierta libertad durante toda la mañana hasta la hora de comer. La joven era de espíritu vivaz y le encantaba conocer, aprender historias y poesías que luego contaba a la princesa, saber observar las mágicas noches estrelladas de su hermosa tierra. Entender de agricultura y jardinería, para poder contemplar cómo crecía la vida lenta y deliciosamente sobre la arena humedecida por el agua del río Darro que transcurría a través de la acequia real. Quería absorber la belleza que la rodeaba, tal era así que parecía ese el motivo de la beldad que su rostro reflejaba.
Pero era una joven mujer, cuyos menesteres debían ser cuidar a su real familia y, a lo mucho, poder formar una familia propia si contaba con el consentimiento para ello. Era complicado acceder a la sabiduría a la que sólo los hombres parecían tener la llave. Había sido complicado encontrar las grietas a esas salas de conocimiento, pero la perspicacia de la princesa y la sutileza de la sirviente habían conseguido que algunos de los más ilustres personajes de la época encontraran incluso natural conversar con Aixa. Y mientras nadie denotara extrañeza, seguirían alimentando la mente de la joven.
De ahí la importancia de saber los movimientos de todo el mundo. Si nadie la veía asiduamente hablando con la misma persona, nadie iría a preguntar al hombre el motivo de la plática con Aixa. Eso podía provocar una alarma en las mentes de sus fuentes de conocimiento y cerrar esos grifos que tantos años de esfuerzo había llevado abrir. Si no, difícilmente lo verían como algo inapropiado después de tanto tiempo.
Los lunes, día desde antaño poco motivador, dedicaba casi toda la mañana a labores y aprendizaje de costura y bordados. Bajo el cuidado de la princesa seguramente nunca necesitaría de estos conocimientos, pues sus ropajes eran elegidos por la princesa y confeccionados por las mejores costureras de toda Granada. Las mismas costureras que confeccionaba cada prenda de los sultanes y de su familia. Aún así, era costumbre que las mujeres fueran diestras en costura, aunque fuera para ocasionales remiendos a su esposo.
Pero en acabar, con tiempo aún antes de la oración del mediodía, Aixa se dedicaba a pasear alrededor de la alberca del Patio de Comares. Los lunes solía haber bastante ajetreo alrededor de la Sala del Trono, situada en uno de los extremos del patio. En el otro extremo, se situaba la entrada a los palacios y la correspondiente sala de espera para quienes deseaban ser recibidos por el Sultán. Anexo al Palacio de los Leones, Aixa se paseaba discretamente y con la cabeza baja, observando los reflejos en el agua, mientras prestaba atención de las conversaciones que allí tenían lugar entre ilustres hombres. Muchos de ellos venían de lejanas ciudades, y contaban historias de sus viajes, lugares que habían contemplado y peligros que habían sorteado.
Los martes sabía que el jardinero de los palacios solía trabajar en la parte norte, los jardines del Partal, donde se encontraban las dependencias de las familias más ilustres. No debía ir todas las semanas, sólo una o dos veces al mes. Solía aprovechar los días que más despejado estaba el cielo, pues era cuando estas familias aprovechaban para hacer recados y vida social en los alrededores de la calle Real Alta y de la mezquita. Además, no era extraño que Aixa quisiera pasear en tan soleados días por los jardines más hermosos de Granada, aunque tal y como le había mostrado Omar, el jardinero real, no era el día que más hermosas se veían las flores. «Los días entre nubes y con alta humedad es cuando alcanzaban su mayor esplendor» le explicaba.
La semana que no podía ir, solía atravesar la Puerta de la Justicia y pasear por las tierras de cultivo situadas a las afueras de la ciudad palatina. Saludaba a los ganaderos que paseaban por los senderos e incluso se detenía a dar de comer a alguna cría. Y a su regreso, se detenía frente a esta puerta, observaba la mano símbolo de los cinco preceptos del Corán y la llave del Paraíso. Y recordaba que «Si alguna vez la mano y la llave se unen, la tierra se abrirá y llegará el fin del mundo». Durante apenas si llegaba a un minuto observaba fijamente si percibía la más mínima señal de movimiento. Por suerte, nunca observó acercamiento alguno.
Los miércoles le gustaba pasear por la medina y visitar el zoco. Allí preguntaba a los artesanos que le mostrasen y explicasen sus nuevos productos. Si alguna novedad a Aixa le llamaba especialmente la atención, sabían que la princesa sería informada. Y por todo el mundo era sabido que la princesa era la mayor «influencer» de la época. Si había un material novedoso o muy bien trabajado para un hermoso y cómodo calzado, la princesa iría a por él. Si habían conseguido alguna joya poco común o una vasija había sido curiosamente decorada, debían pertenecer a la princesa o a la sultana, sabiamente aconsejada por su amada hija.
Samir le explicaba como había tallado tan perfecta una celosía. Reda le contaba de dónde le habían traído ese zafiro de azul tan profundo y qué otras joyas desconocidas intentaba traer a Granada. Hassan le explicaba sobre aleaciones para conseguir los más duros metales. El joven Malih, aprendiz de su padre Khalil, cada miércoles le ofrecía degustar un hojaldre, el cual iba perfeccionando al gusto de la joven. Malih ansiaba que fuera miércoles para poder ver a la joven y verla degustar aquello que con tanto cariño le preparaba. Ella, visiblemente agradecida, le obsequiaba con una gran sonrisa y halagos sobre las manos que lo habían preparado.
Pero los jueves eran, sin lugar a dudas, sus favoritos. El Palacio de los Leones se continuaba decorando diariamente desde que ella recordaba. Pero hacía apenas un año que el aprendiz del visir Ibn al-Jatib había sido nombrado poeta de la corte. Desde entonces, Aixa había descubierto la belleza de la poesía a través de Ibn Zamrak. El poeta a su vez había descubierto la belleza más allá de los versos el día que vio a la joven cruzar entre las columnas del Patio de los Leones. Y en cuanto tuvo oportunidad de mediar palabra con la joven, algo fácil de conseguir para el secretario privado del sultán, percibió la conexión aún con 13 años de diferencia.
Aixa, tan bella, dulce y expectante, disfrutaba mucho acompañando al poeta por el Patio de los Leones, la Sala de los Mocárabes, la Sala de los Abencerrajes, la Sala de Dos Hermanas y demás dependencias del palacio. El poeta recitaba poemas en voz alta y le indicaba a la joven donde quedarían grabados en piedra esos versos que él le cantaba.
«Con la cúpula, tal esplendor alcanza al aposento
que el palacio a competir llega con el firmamento.»
Le versaba el poeta en la Sala de Dos Hermanas mientras la miraba fijamente a esos oscuros ojos que tanta luz emitían. «Esto se grabará aquí» le continuaba explicando a la vez que apartaba su mirada de la joven. «¿Y aquí se pondrá algo?» le preguntaba Aixa atrayendo de nuevo su atención. Era tal el magnetismo que tenían sus conversaciones, que en contadas ocasiones eran observados conversando. Aixa no podía manejar con mayor discreción estos encuentros, pues no era capaz de faltar ni un solo día. La poesía era su más preciada inquietud. ¿Quién iba a hacer mención alguna sobre el secretario privado del sultán y la protegida de la princesa?
Los viernes, siempre posteriores a los excitantes jueves, se dedicaba a pasear por la antigua alcazaba. Contemplaba el Albaicín y sus gentes desde las murallas, los campos de cultivo y los ganados. Observaba Sierra Nevada desde lo alto de la Torre de las Armas antes de descender hacia el barrio de la Almanzora. Allí oía conversar a los soldados, quienes narraban antiguas guerras y actuales luchas por la conquista de tierras andalusíes. Pero sin duda el torreón preferido tanto de Aixa era la céntrica y alta Torre de la Vela, desde donde obtenía las mejores vistas y oteaba el horizonte más allá de donde sus ojos le permitían. En lo más alto, bajo el sol de Allah, se permitía sentir la brisa e imaginar de cuán lejos procedía. Cerraba los ojos y recordaba los poemas entonados por Ibn Zamrak.
El antepenúltimo día de la semana era muy importante, pues para la oración del ocaso acudía a la mezquita siempre acompañando a la princesa y en estas ocasiones también a la sultana y a su servidumbre. Nunca había entendido muy bien porqué no podían orar juntos los hombres y las mujeres, pero ella no era quién para hacerse tales cuestiones y oraba pidiendo que sus inquietudes se limitaran a las terrenales. Especialmente oraba porque la poesía no desapareciera jamás de su vida. E Ibn Zamrak tampoco.
Los sábados se dedicaban más a la reflexión y era el único día que la princesa y Aixa pasaban juntas. Vestían hermosas ropas, especialmente la princesa, que era delicadamente acicalada por la joven. Perfilaba sus ojos azabache con kuhl, perfumaba su cabello y vestido, y la engalanaba con hermosas joyas. El rubí era la piedra que más le gustaba vestir a la princesa, aunque a Aixa le encantaba el contraste de su morena tez con los zafiros.
Una vez estaba perfecta, solían pasear por los Jardines Altos del Generalife. Allí saludaban a las ilustres familias que también se acercaban a disfrutar de la tranquilidad y belleza de esta apartada zona. A la princesa le fascinaba especialmente recorrer la Escalera del Agua mientras acariciaba el pasamanos decorado por azulejos, en cuyo interior se desliza el agua. Era una energía mágica la que se respiraba en esta zona de la ciudad y mágica la conexión entre la princesa y el agua.
Los domingos no siempre eran iguales. Eran múltiples las ocasiones que la princesa tenía actos sociales junto a su familia en la Sala de los Reyes. Actos a los que Aixa sí tenía que asistir y acompañar a su princesa, por si precisaba de su compañía o necesitaba de su ayuda en cualquier momento. La princesa sabía que a Aixa no le apasionaban estos actos, pues no podía hacer sus «trucos» y mantener interesantes conversaciones con las personas que asistían, por muy interesantes que fueran las historias que pudieran contar. Obviamente hacía uso de su técnica de cabeza levemente inclinada y mirada al suelo, e intentaba captar alguna historia en medio del gentío.
Así, semana tras semana, la joven aprendía de los mejores artesanos, agricultores, ganaderos, estrategas, políticos y del mejor poeta. Pero no sólo aprendía ella. La gran amistad existente de la princesa y Aixa venía enraizada porque la princesa, educada para ser la mejor esposa de algún importante hombre, quería acceder a conocimientos que incluso a ella le eran negados. Tener como protegida a una persona con sus mismas inquietudes, le permitía hacer a través suyo lo que por su condición de mujer y su posición social no podía.
Cada noche, después de la última oración que realizaban con el resto de mujeres de palacio, mientras Aixa preparaba a la princesa para su descanso, le contaba historias con lo que había aprendido durante el día. Cada mañana, cuando la aseaba y arreglaba para su día, comentaban la historia del día anterior y qué nuevas aventuras les depararían por la noche. Y justo antes de enfrentarse a su nuevo día, le regalaba un verso.
Volvían los lunes y los asuntos políticos, las peticiones al sultán y los juicios si alguna disputa había tenido lugar. Los martes y sus paseos entre flores o naranjos. Los miércoles con el delicioso hojaldre de Malih. Y entonces, sus deseados jueves que inundaban su alma de música hablada.
— As-salam-u-alaikum wa-rahmatullahi wa-barakatuh1 — saludaba Ibn Zamrak a Aixa cada vez que la veía aparecer en el Patio de los Leones, atravesando la puerta de acceso a la Sala de Dos Hermanas.
— Wa-alaikumussalam wa-rahmatullah2 — contestaba tímidamente la joven con la mirada fijada en los relucientes suelos de mármol y el fino hilo de agua al que seguía.
— Ven, Aixa — le dijo un día captando la atención de la joven pues nunca había sido tan directo e indiscreto a la hora de hablar con ella.
— No sé que podéis necesitar vos de mí.
— Ven — le dijo nuevamente sonriendo y extendiendo su mano para que la joven le acompañara.
En medio del Patio de los Leones se alzaba una reciente fuente, regalo de Riyad al-Said al sultán. Era una imponente fuente octogonal sobre doce leones, los doce meses del año, las doce tribus de Israel. El sultán enormemente orgulloso de tan generoso obsequio, le había solicitado a su fiel asesor y poeta engrandecer aún más la belleza de esta incorporando los más hermosos versos. Hacía allí dirigió la mirada de la joven.
— Lee — le pidió.
— Señor, yo no sé leer — le contestó mientras miraba a su alrededor que nadie les estuviera observando allí en mitad del patio más ilustre del castillo.
— Tranquila, no hay nadie — le dijo indicando de nuevo con la mano a donde debía mirar —. Lee en voz alta, necesito oír el verso de tus labios.
La joven sonrojada no sabía qué debía hacer. No debía contradecir a tan ilustre hombre, pero dada su condición social tampoco debía tener tales privilegios. Sentía temor a una represalia hacia ella o, peor aún, hacia su princesa. Pero la insistencia de Ibn Zamrak y la curiosidad de la joven finalmente cedieron y comenzó a leer con suave y melodiosa voz:
«Agua y mármol parecen confundirse,
sin que sepamos
cuál de ellos se desliza.»
Ibn Zamrak la escuchaba con los ojos cerrados.
«Parece que lo que es sólido fluye.»
«Líquida plata,
blanca y pura como la perla.»
— Gracias Aixa — le dijo, sin más mientras se alejaba.
Aquel día, Ibn Zamrak se marchó más temprano que de costumbre. Un jueves que se comenzó a oscurecer. No sabía si se oscureció el cielo o su alma. Aquella noche aún pudo improvisar y contarle a la princesa la historia de la procedencia de tan hermosa fuente y las bellas palabras que había inspirado. Pero se sentía triste, y la princesa, aunque jamás dijera nada, lo notaba en su voz.
A ese extraño jueves le siguió un nuevo viernes y su mezquita, sábado de paseo por el precioso Generalife, domingo de festejos en la Sala de los Reyes y vuelta a comenzar. Lunes, martes, miércoles,… Y un nuevo jueves. Inconscientemente estaba nerviosa. Tras su deberes matutinos, se dirigió disimuladamente acelerada hacia el Patio de los Leones, esperando oír de nuevo aquel saludo. Salió, dió la vuelta al patio, incluso se dirigió a los bellísimos arcos de la Sala de los Abencerrajes. Sólo había entrado una vez allí, pues el sultán disponía de una alcoba de la cual hacía uso asiduamente. Recordaba la belleza de su impresionante cúpula en forma de estrella de ocho puntas, sostenida sobre ocho trompas, todo ello decorado de mocárabes.
No sólo el sultán disponía de alcoba en tan imponente sala, también su corte y personas de confianza. Como no podía ser de otro modo, allí residía también su secretario privado. Allí se alojaba la fuente que más anhelaba Aixa, la que le brindaba corrientes de susurrantes versos. Deseaba entrar y saciar su sed solicitando aunque fuera un único verso, pero sabía que no debía hacerlo. Observó los arcos y recordó el texto que bajo las trompas se hallaba escrito: «No hay más ayuda que la que viene de Dios, el clemente y misericordioso».
Agachó de nuevo su rostro colmado de lágrimas retenidas, y deshizo su camino hasta alcanzar el Mirador de Daraxa. Hermoso regalo que el padre del sultán hizo a su esposa y lugar que había inspirado muchos de los poemas de Ibn Zamrak. Allí, sentado en el suelo cuando no había nadie más cerca, había orado y hallado los más bellos versos según le había contado muchas veces. Habían pasado juntos por allí en multitud de ocasiones. Y había observado que los ojos azabache de Ibn Zamrak brillaban allí igual que cuando la observaban a ella.
Sentada bajo una de las jambas de entrada al mirador, halló otro de los poemas que tanto ansiaba:
«Todo arte me ha brindado su hermosura,
con darme perfecciones y esplendores.
Quien me ve, me imagina a todas horas
dando al ibriq lo que lograr desea.
A quien mira y medita, le desmiente
la visual percepción su pensamiento,
pues tan diáfana soy, que ve a la luna,
feliz, situarse en mí como en un halo.»
Dirigiendo su mirada hacia los jardines sus húmedos ojos, recita en su mente el poema que en la otra jamba tantas veces ha leído:
«No estoy sola: ha creado tal prodigio
mi jardín, que otro igual ojos no vieron:
un suelo de cristal que quien lo mira
lo cree espantable mar, y le amedrenta.
Del imam Ben Nasar todo esto es obra
(¡que Dios su majestad guarde, entre reyes!).
Su familia ganó gloria de antiguo
Porque asiló al Profeta y a los suyos.»
Mirando más allá a su amado Albaicín, parte de Granada que la vio nacer, recita en voz alta el verso grabado en las maderas que decoran el mirador: «Una es la luz, pero el color es vario”.
— ¿Aixa? — oye tras de sí, reconociendo la voz y abriendo temerosa sus ojos de par en par. Se incorpora rápidamente y agacha la mirada antes de contestar.
— Mi sultana — consigue decir con voz temblorosa.
Nadie se mueve, pero no recibe contestación. Sabe que la princesa está justo detrás de su madre e imagina su rostro palidecer de igual manera que lo hace el suyo.
— ¿Cómo has…? — comenzó a preguntar la sultana, pero entonces se detuvo —. Umm al-Fath — llamó a su hija.
— Sí, madre.
— Hemos acabado por hoy — continúo diciendo sin apartar en ningún momento la mirada de la joven Aixa —. Retiraros con Aixa a vuestra alcoba lo que queda de día y orar a Allah. Orar mucho.
La sultana desapareció y las dos jóvenes se quedaron por unos minutos allí clavadas, contemplando su amada Granada tras el hermoso arco doble que lo enmarca.
Sin mediar palabra, ambas se dirigieron a la alcoba de la princesa a orar, pues siempre habían sabido que los conocimientos de Aixa no tenían cabida en su sociedad. Y por ello oraron todo lo que quedaba de día y gran parte de la noche. Aquel día no hubieron cuentos ni más poemas, pues el temor a ser escuchadas y reprendidas era mayor a su amor por las historias. Sabían cuál podía ser el peor de los castigos, pero la princesa tranquilizaba a Aixa porque la protegería de tan severas represalias. Pero el mayor temor de la joven no eran las represalias hacia su persona, sino hacia la princesa. Pues quién si no había podido enseñar a Aixa a leer.
El viernes continuaron del mismo modo, orando en la alcoba desde el amanecer hasta el anochecer. La sultana sólo les permitió ir a los baños y a la mezquita. Y así permanecieron durante días y semanas. Pronto se celebraba el casamiento de la princesa con un ilustre soldado hijo de una de las familias más poderosas de Granada, y no convenía escándalos ni habladurías sobre la futura esposa.
Ya se acercaba la fecha, y era necesario que la princesa retomara los preparativos de tan importante día. Conocido el afecto de esta hacia Aixa, su madre no comenzó represalia alguna sobre la joven. Aunque requirió de sus servicios cada uno de los días previos al enlace. En los pocos casos en los que no se requería su presencia, o más bien la sultana no deseaba que la joven estuviese presente, un escolta la acompañaba todo el tiempo mientras ella paseaba sin rumbo alguno.
En ocasiones, merodeaba por el Patio de los Leones deseando aunque fuese sentir durante un instante la presencia de Ibn Zamrak, pero nunca le encontraba. Se sentaba en el Mirador de Lindaraja contemplando la misma foto que él tantas veces contempló. Recordaba ya siempre en silencio sus poemas. Oía susurrados por el viento sus versos. Pero nunca le encontraba a él.
Cuando requerían que Aixa fuera a buscar alguna tela o joya a la medina, el escolta también la acompañaba. Uno de esos días pasó por delante de Malih, quién hacía mucho que no la veía. Sabía que no podía preguntarle si estaba bien, o por qué hacía tanto tiempo que no acudía a la medina. Pero él cada miércoles le seguía preparando un nuevo hojaldre, y cuando la vió lo envolvió en una suave tela para entregárselo como cada una de las veces anteriores. Al pasar por delante se lo ofreció a la joven, y ésta sonrió. No se había dado cuenta hasta entonces de cuánto añoraba este gesto y probar los deliciosos hojaldres que tanto le gustaban. Aixa miró al escolta esperando no hiciera ningún ademán de prohibir tan gentil gesto. Al ver que el escolta ni se inmutó, tomó el hojaldre.
— Shukran3.
— La shukra ‘ala waayib4 — le contestó Malih —. La próxima semana le tendré preparado otro aún mejor
La joven disimuló su sonrisa, aunque Malih la pudo leer en su mirada. Y la observó mientras nuevamente se alejaba. No hacía falta ver mucho más allá para darse cuenta del amor de Malih hacia Aixa, pero aunque él era de una buena familia de artesanos, ella era la doncella de la princesa. No era tan fácil acceder a la mano de la joven. Pero durante la ausencia de la misma por la Medina, Malih había comenzado a averiguar cómo poder solicitar su mano al mismo sultán, poseedor de toda la corte y servidumbre que le servía a él y a toda su familia.
Aixa, aunque encantada de la gentileza y los detalles de Malih, sólo tenía una idea en su cabeza. Y era oír un nuevo poema de los labios de Ibn Zamrak. Aquello lo atormentaba cada noche y cada día. Le buscaba bajo cada uno de los cientos de arcos de la ciudad palatina. En cada uno de los miles de metros de jardines. En cada corriente de agua del Darro que cruzaba las diferentes zonas de la Alhambra. Daba igual que fuera jueves o lunes, siempre le buscaba. Pero ya nunca era capaz de encontrarle.
Así llegó tan importante día para la princesa, pues sería desposada y trasladada al palacio de su esposo, y con ella Aixa. Nunca jamás la sultana hizo mención de lo presenciado en el Mirador de Lindaraja, no preguntó a la sirviente dónde o quién la enseñó a leer, o cómo si no sabía de aquél poema grabado en la madera. Las jóvenes se comportaron de modo impecable desde entonces, no alentando la curiosidad de la madre de la princesa. Y para ella quizá era mejor no hacer la pregunta cuya respuesta no quería escuchar.
Tras una semana de intensos preparativos para que la futura esposa estuviera impecable. Tras largos baños depurativos, masajear su cuerpo con aceites y enjabonar su suave cabello. Tatuar con alheña sus manos espantando la mala suerte e invocando a la fertilidad. Vistiendo su cuerpo con su nuevo vestido y decorándolo con las más hermosas joyas que jamás unos ojos hubiesen visto. Era la hija del sultán, por lo que la dote, especialmente en joyas que tanto le agradaban a la princesa, era de incalculable valor.
Así portaron en brazos a la princesa hacia los brazos de su futuro marido, entre los gritos de «al-sa’d5» y «tawfiq6» de todos los habitantes del castillo y de muchos que llegaron de alrededores para tan importantes días. Una gran multitud se reunió en la mezquita para presenciar y vitorear la ceremonia. Y la joven, cumpliendo con su deber y especialmente por el cariño hacia su gran amiga, la acompañaba de cerca en todo momento. En todos los días de celebración no se distanció más de tres metros de ella.
Y aunque en constante atención a tan ilustre momento, no podía evitar desviar su mirada por momentos y buscar alrededor del sultán a Ibn Zamrak. No era posible que el asesor del rey no estuviera presente en tal celebración. Sí se cruzó con la fija mirada de Malih en uno de los festejos en la Sala de los Reyes, momento en el que ambos sonrieron suavemente y se saludaron con una leve inclinación de sus cabezas en la lejanía.
— … último poema grabado es de gran belleza — oyó Aixa detrás suyo, sin poder evitar el forzar el oído a oír la continuación de la conversación.
— Dicen que será nombrado visir. Espero continúe escribiendo poemas aún ostentando tal cargo.
Hablaban de Ibn Zamrak, no podía ser otro. Iba a ser nombrado visir del rey, lo cual significaba que se encontraba bien. Tarde o temprano volvería a oír uno de sus versos, volvería a soñar despierta con sus poemas.
— Lástima que la princesa deba abandonar el Palacio de los Leones — continúo escuchando a las mujeres —, pues dicen que las decoraciones de la sala son exquisitas.
— Lo son — dijo Aixa sonriendo sin tan siquiera volverse.
Ya no volvió a oír a las mujeres. O dejaron de hablar o se marcharon a otro lugar. También ella abandonaría el Palacio. Lo más probable es que jamás pudiera volver a ver los colores del mismo modo que se veían en la Sala de Dos Hermanas cada amanecer. Todo aquello de lo que durante tanto tiempo había podido disfrutar se desvanecía. Incluso las conversaciones nocturnas entre ambas no volverían a ser igual. Todo lo que tanto habían amado dejaría de ser su día a día.
Fue entonces consciente de cuánto cambiaría todo y una sensación de ahogo la comenzó a invadir igual que la noche cae sobre el día. Sin mediar palabra, abandonó sigilosa la Sala de los Reyes y se dirigió a la Sala de Dos Hermanas, buscando anhelante en sus paredes el último poema tallado en sus paredes de Ibn Zamrak.
— «Jardín yo soy que la belleza adorna: sabrá mi ser si mi hermosura miras.»
Su voz. Aixa se giró rápidamente pues allí estaba él.
— «Por Mohamed, mi rey, a par me pongo — continúo recitando —,
de lo más noble que será y ha sido.
Obra sublime, la fortuna quiere que a todo momento sobrepase.
¡Cuánto recreo aquí para los ojos!»
Tanto anhelaba oír su voz que no pudo contener la emoción de oírle que a sus brazos se lanzó. Por primera vez olió su aroma, sintió su abrazo y se fundió con él. No sólo era su poesía lo que anhelaba, le deseaba a él. Amaba cada conversación que mantenían sin pensar que era una sirviente. Cada verso que le había recitado. Las miradas cruzadas y los paseos llenos de belleza por la Alhambra que ambos veneraban. Esa Alhambra que era cada vez más hermosa, y mucha culpa era de Ibn Zamrak pues a la imponente construcción y pulida decoración le había sumado poesía.
— Aixa, ese poema es tuyo — dijo el poeta mientras separaba con delicadeza a la joven —. Hay pocas cosas tan bellas que puedan competir con este palacio. Tú serás para siempre el jardín del poema.
— Si me amas, pide mi mano al sultán. O al nuevo esposo de mi princesa — le contestó suplicante Aixa.
— No mi hermosa joven. Yo no te desposaré.
— No le entiendo mi señor — replicaba confusa la joven —. ¿Cuántas horas y días hemos conversado durante años? Incluso me dices que ese poema es tuyo. Sí es mío, dámelo. Bórralo de esas paredes, pues no quiero el castigo de contemplarlo cada día.
La joven salió de la Sala de Dos Hermanas con lágrimas en los ojos. Su princesa la había liberado de entregar a su mano a cualquier hombre, pero no la pudo liberar de enamorarse de quien jamás sería suyo. Quizás Ibn Ramak ya tuviera alguna esposa y no pudiera mantener a más. Quizás se había sobrepasado en sus conversaciones pues no era correcto que una sirviente debatiera sobre poseía y belleza, e incluso razonara sobre asuntos políticos. O puede que simplemente no la deseara como esposa. Era una niña estúpida que creía saber algo, pero quizá no sabía nada.
— Aixa — la llamó la princesa al verla entrar nuevamente en la Sala de los Reyes —. Estoy cansada, quiero retirarme a orar y descansar para mañana.
— Por supuesto, mi princesa.
La princesa se despidió de su esposo, con quien en apenas un día se trasladaría a la residencia de este, y del resto de invitados, quienes por supuesto abrieron paso a la princesa. Detrás iba Aixa con la cabeza levemente inclinada y con total compostura. Pasó al lado de Ibn Zamrak que volvía a la celebración, quien dio las buenas noches a la princesa y a la joven que tanta devoción le procesaba.
— Aixa, ¿estás bien? — le preguntó la princesa cuando, después de sus oraciones, esta la aseaba para ir a su real descanso.
— ¿Porqué me dio acceso a tales privilegios, mi princesa? — inquirió Aixa con lágrimas en los ojos —. ¿Quién ha de atreverse a amar a una pobre mujer que sabe más de poseía y sobre el mundo que de cocinar? ¿Y cómo poder amar a alguien que carezca de la información que tanto anhelo?
— Mi fiel amiga, te di acceso a todo lo que yo también deseaba. Y pensé que no había mayor regalo que el ser iguales al menos en esos aspectos.
— Su madre me vigila porque descubrió que de algún modo aprendí a leer. De seguro ya saben que unas horas atrás supliqué al asesor del sultán y futuro visir que me hiciera su esposa. Quién sabe si ahora pensarán que fue él, cuando fueron tales conocimientos los que me permitieron mantenerme cerca suyo.
La princesa la observaba sin saber bien qué decir a su querida amiga, pues lo último que había deseado nunca era hacerle ningún daño. Sabía que otro hombre sí había solicitado su mano a su padre, pero sabía que Aixa no le amaba. Y también era conscientes de cuánto sufriría su querida amiga de tener tan cerca aquello que tanto anhelaba sin poseerlo.
— Mi querida amiga, si pudiera librarte de todo tu sufrimiento sabe Allah que lo haría — le dijo la princesa mientras la abrazaba —. Pero sólo puedo darte un último regalo, aunque se desgarre mi alma.
Ambas muchachas que habían crecido juntas, que tanto tiempo habían compartido, se seguían fundiendo en el que sería su último abrazo.
— Te libero de tu servidumbre. Mañana, cuando me trasladé al hogar de mi esposo, tendrás víveres y mi bendición para recorrer el mundo del que tantos cuentos me has contado.
— Mi princesa, cómo iba yo a separarme… — comenzó a decirle la joven, aunque rápidamente la detuvo la princesa.
— Aixa, no preciso más de tus servicios. Tendré tantos sirvientes como deseé en mi nuevo hogar. Toma este presente como agradecimiento a tantos años de fiel servicio — le dijo mientras se quitaba una hermosa y trabajada sortija con un brillante zafiro alargado -. Vete. Y cuéntame sobre ese mundo que jamás podré ir a conocer.
La joven no podía parar de llorar, pues tras aquella noche no volvería a ver a su princesa. No sería capaz ni de acompañarla mañana sabiendo que debía partir sin ella. Y sabía que sería la última vez que estaría en Granada. La última vez en la que vería piedras recitando poesías.
Aquella noche paseó por cada rincón del que sentía su hogar y contempló el Albaicín desde cada hueco entre las hojas de los cuidados jardines. Dejó que la luna llena iluminara su camino y, justo antes de que los primeros rayos de sol iluminaran aquellas paredes donde siempre permanecería la única ofrenda que Ibn Zamrak le obsequió, su cuerpo salió de su preciada Alhambra.
Así fue como la joven dejó todo aquello que tanto amaba. Jamás volvió a disfrutar de paseos por los jardines altos del Generalife viendo a su princesa en la Escalera del Agua. No vio crecer las flores de los jardines del Partal, del Patio del Mexuar o los Jardines de Daraxa que tantos poemas inspiraron. Ya no sintió en su piel el vapor de lo baños alicatados ni contempló de nuevo la Cúpula de los 7 cielos. Nunca más paseó por la calle Real Baja ni Alta, ni saludó a los artesanos ni degustó un nuevo hojaldre de Malih. Sus ojos sólo pudieron recordar la belleza de ver Granada desde el Mirador de Daraxa. Sus oídos no volvieron a escuchar los cuatro hilos de agua que recorren el mármol hacia el paraíso en el Patio de los Leones. No volvió a disfrutar de la luz rugiendo a través de doce leones blancos.
Sólo en su interior guardaría el fiel reflejo de miles de colores en las cúpulas del que durante años fue su hogar. Pues fiel nombre la sala obtuvo, de dos hermanas ahora separadas:
«La constelación de Géminisle extiende la mano en señal de amistad
y la luna se acerca a ella para hablar en secreto.»
Se dice que el último lugar en el que se vio a la joven fue mirando si la mano del arco de la Puerta de la Justicia alcanzaba a tocar la llave, pues para ella el fin de su mundo aconteció en ese mismo instante. Y que la última persona que la vio fue quien más la había amado más allá de su nazarina belleza. Aquel de quien la joven, bajo la llave del paraíso, sólo pudo orar por bendiciones de Allah.
Lejos de que el alma de la joven Aixa también abandonara su hogar, años después gentes llegaban que cuentos e historias de su interior contaban. Cuentos que a la princesa alcanzaban desde más allá de Sierra Nevada. Historias a través de las cuales Aixa jamás abandonó a su Alhambra.
Pues una vez que has estado en la Alhambra,
ya jamás podrás apartarla de ti.
1 As-salam-u-alaikum wa-rahmatullahi wa-barakatuh [La paz, la misericordia y las bendiciones de Allah sean contigo]
2 Wa-alaikumussalam wa-rahmatullah [La paz y la misericordia de Allah sean contigo]
3 Shukran [Gracias]
4 La shukra 'ala waayib [De nada]
* Esta historia entremezcla datos y personajes históricos con personajes y situaciones ficticias. Veánse fuentes de información veraz para conocer la historia real de la Alhambra, Granada e historia de España.